domingo, 6 de septiembre de 2009

Compartiendo con extraños

Hace poco me llegó por email una historia que, al irla leyendo, inmediatamente reconocí como familiar. Tristemente, algo que parece ser muy frecuente en las cadenas de correo, la historia venía un poco cambiada en los detalles y sin atribución al autor original. Lo que me pareció una lástima ya que, además, el autor es precisamente uno de mis favoritos. Así que, en un intento en vano por tratar de corregir al Internet les comparto aquí la historia (en mi traducción al español), y al final su merecida atribución.



De hecho esto le pasó a una persona real, y la persona real era yo. Había ido a tomar un tren. Era abril de 1976, en Cambridge, en el Reino Unido. Había llegado yo algo temprano para el tren. Había leído mal el horario.

Me fui a comprar un periódico para hacer el crucigrama, y una taza de café y un paquete de galletas. Fui y me senté en una mesa.

Quiero que se imaginen la escena. Es muy importante que tengan la imagen muy clara en su mente.

Aquí está la mesa, el periódico, la taza de café, el paquete de galletas. Ahí está un tipo sentado en frente de mi, un tipo de aspecto perfectamente ordinario vistiendo un traje de negocios, llevando un portafolios.

No parecería que él fuera a hacer nada extraño. Lo que hizo, fue esto: de pronto se inclinó, tomó el paquete de galletas, lo abrió, tomó una, y se la comió.

Esto, tengo que admitir, es el tipo de situaciones para las que los británicos somos muy malos en manejar. No hay nada en nuestra historia, formación o educación, que te enseñe lo que tienes que hacer cuando alguien en plena luz del día se acaba de robar tus galletas.

Pueden saber lo que pasaría si esto hubiera ocurrido en el Sur-Central de Los Ángeles. Pronto se habrían dado los disparos, llegarían los helicópteros, CNN, ya saben… Pero al final, hice lo que todo decente inglés habría hecho: lo ignoré. Y miré fijamente al periódico, tome un sorbo del café, traté de darme una idea en el periódico, no pude hacer nada, y pensé, ¿qué voy a hacer?

Al final pensé, no haría nada, simplemente lo voy a tener que aceptar, y traté con todas mis fuerzas de no notar el hecho de que el paquete estaba ya ahí misteriosamente abierto. Tomé una galleta para mi. Pensé, eso lo pondría en su lugar. Pero no lo hizo porque un momento después lo hizo de nuevo. Tomó otra galleta.

Después de no haber dicho nada la primera vez, iba a ser aún más difícil mencionar el tema esta segunda. “Disculpe, no pude evitar notar …” Digo, no, eso no funciona.

Nos terminamos así todo el paquete. Y digo todo el paquete, bueno sólo habían como ocho galletas, pero se sintió como una eternidad. El tomó una, yo tomé una, el tomó una, yo tomé una. Finalmente, cuando llegamos al final, el se levantó y se fue caminando.

Bien, intercambiamos unas miradas, luego el se fue caminando, y yo di un suspiro de alivio y me recargué sobre la silla. Un momento después el tren estaba llegando, así que me terminé de golpe el resto del café, me levanté, tomé el periódico, y debajo del periódico estaban mis galletas.

Lo que me gusta en particular de esta historia es el sentimiento de que en algún lugar en Inglaterra ha estado deambulando durante el último cuarto de siglo un tipo perfectamente ordinario que vivió exactamente la misma historia, sólo que él no sabe la gracia del final.

Douglas Adams, en The Salmon of Doubt.

2 comentarios:

Valdo dijo...

Esto se vuelve todavia mas interesante y divertido despues de haber vivido en Inglaterra. yep, asi son estos ingleses (excluyendo esos con hoodies que merodean en Mancunia).

Dragonfly dijo...

Ah sip! me temo que lei la versión modificada de este relato.....

Pero me encanta!!

Saludos Juan!!!

P.s. Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!! Cómic!!